Viví en un municipio rico en regalías petroleras pero donde prolifera esa especie que devora cualquier recurso. Recuerdo las calles polvorientas de mi Orocué donde cada año enterraban millones de pesos en unos tubos del alcantarillado que nunca llegaban a ningún lado. Sin embargo, y aunque la situación estaba a la vista de todos, notaba como los habitantes del pueblo no expresaban su inconformismo. «Es que todos comemos de ahí», me decían algunos. Claro, hay tanto dinero que la corrupción alimenta a miles, pero no deja progresar nada.
Uno de estos nuevos millonarios, esos que están en la cárcel, decía hace algunos meses que la corrupción es inherente al género humano. Y puede que tenga razón. Pero cómo hacemos para esa práctica de: «la ley para otros, menos para mi» vaya desapareciendo de nuestro imaginario. La corrupción devora una cantidad escandalosa del presupuesto nacional. Pedimos mejores condiciones de vida, pero a la primera oportunidad robamos: sobornamos para no asumir el comparendo de tránsito; usamos cualquier palanca para nuestro benefició personal, robamos en la oficina para ahorramos unos pesos y así mil ejemplos de cómo nos escandalizamos de esos robos millonarios pero evitamos pensar que hacemos parte del circulo corrupto de nuestra sociedad.
Sentir que el desarrollo de la ciudad, de la región, del país es compromiso de cada uno no es un llamado moralista. Al contrario, creo que es un llamado político. Si asumimos esto podemos elevar nuestra voz en contra de los corruptos, podemos ejercer presión sobre los organismos de control, podemos hacer que las pequeñas acciones diarias se conviertan en opciones vitales por un presente mejor y un futuro posible.