
Hasta hace algún tiempo creí que era una persona tolerante, abierta y tranquila. Hoy, frente a este tema, me declaro intolerante, cerrado y cabrón. Tanto así que he dejado de leer revistas, libros y documentos que son hechos, creo yo, con el único fin de incomodarme. Siento aversión hacía las personas cuyo único pecado es ser pruebas vivientes de que este tema existe. No voy aquí a argumentar nada. No citaré estudios eruditos, ni mucho menos expondré una tesis alternativa. Solo digo que mis flácidos músculos se tensan, mis glándulas salivales empiezan a trabajar a doble ritmo y la presión sanguínea se sube a niveles poco recomendables cuando me topo con el dichoso temita. Es de esas cosas sencillas pero que enredan la vida de cualquier mortal. Es de esas pequeñeces que se vuelven monstruos. Usted se estará preguntando a qué me refiero, qué cosa me produce tanta repulsión. Lo explicaré a continuación y en pocas palabras. No sin antes advertir que es un tema, para mí, sin discusión. Tenga o no tenga la razón, es mi verdad y la defenderé hasta el punto final.
Apreciados lectores, me opongo radicalmente a lo que algunos grupos han llamado: el lenguaje de género o lenguaje incluyente. Solo conceptualizarlo me produce malestar. Y es por ello, y sabiendo que usted, siendo mujer o siendo hombre, me entendió lo que quiero expresar, es que promulgo abiertamente mi lucha en contra de esta forma de complicar el idioma en cualquiera de mis labores educativas, editoriales o comunicativas. En esto soy intolerante, estoy enfermo de intolerancia y no quiero sanarme, así termine en el médico o la médica…